CANTO VII
Tu aldea en la colina redonda bajo el aire del trigo,
frente al mar con pescadores en la aurora,
levantaba torres y olivos plateados.
Bajaban por el césped los almendros de la primavera,
el labrador como un profeta joven,
y la pequeña pastora con su rostro en medio de un pañuelo.
Y subía la mujer del mar con una fresca cesta de sardinas.
Era una pobreza alegre bajo el azul eterno,
con los pequeños vendedores de cerezas en las plazoletas,
con las doncellas en torno a las fuentes
movidas rumorosamente por la brisa de los castaños,
en la penumbra con chispas del herrero,
entre las canciones del carpintero
entre los fuertes zapatos claveteados
y en las callejuelas de gastadas piedras,
donde deambulan sombras del purgatorio.
Tu aldea iba sola bajo la luz del día,
con nogales antiguos de sombra taciturna,
a orillas del cerezo, del olmo y de la higuera.
En sus muros de piedra las horas detenían
sus secretos reflejos vespertinos,
y al alma se acercaban las flautas del poniente.
Entre el sol y sus techos volaban las palomas.
Entre el ser y el otoño pasaba la tristeza.
Tu aldea estaba sola como en la luz de un cuento,
con puentes, con gitanos y hogueras en las noches
de silenciosa nieve.
Desde el azul sereno llamaban las estrellas,
y al fuego familiar, rodeado de leyendas,
venían las navidades,
con pan y miel y vino,
con fuertes montañeses, cabreros, leñadores.
Tu aldea se acercaba a los coros del cielo,
y sus campanas iban hacia las soledades,
donde gimen los pinos en el viento del hielo,
y el tren silbaba en lontananza, hacia los túneles,
hacia las llanuras con búfalos,
hacia las ciudades olorosas a frutas, hacia los puertos,
mientras el mar daba sus brillos lunares,
más allá de las mandolinas,
donde comienzan a perderse las aves migratorias.
Y el mundo palpitaba en tu corazón.
Tú venías de una colina de la Biblia,
desde las ovejas, desde las vendimias,
padre mío, padre de trigo, padre de la pobreza.
Y de mi poesía.
CANTO IX
Dejaste en mi existencia la nostalgia del mundo.
Adoro las ventanas que tiñen los crepúsculos,
contemplo las estampas de algún campo del norte,
elevo las aldeas a nevadas del cielo
y un reno silencioso se yergue en mi silencio.
Muero contra los pinos por ráfagas heladas,
a mis manos se acercan pájaros del invierno,
y un aire de mendigo difunde coros tristes.
No sé si alguna hora de copos solitarios,
esos que a veces caen en grises cementerios,
sobre harapientas sombras, en plazas vespertinas,
me espera en algún sitio lejano de la tierra.
Por ti, que caminabas con tus ropas pesadas,
entre los esqueletos vegetales del frío,
ya vago por la orilla de un lago taciturno,
oyendo una campana de antiguos molineros.
CANTO X
¿Qué fuego de tiniebla, qué círculo de trueno,
cayó sobre tu frente cuando viste esta tierra?
Pasaron costas negras, arbustos inflamados,
barcas con piña, coco, bananas, chirimoyas,
sobre un mar tenebroso con medusas y anémonas.
Y pararon caminos, zamuros, caseríos,
y un niño sin parientes pasar por la llanura,
y un vaquero llamando la sombra del ganado.
Una puerta caliente se abrió para tu vida.
Te llamaron las aguas con sus lenguas oscuras,
los pájaros con gritos, y animales dolientes
que lloran largamente en el alto follaje.
Y llegaste a la puerta de la casa del brujo,
de cuyo techo cuelgan gruesas hojas moradas,
semillas venenosas, corazones de pájaros.
Y viste la melaza correr en los trapiches.
Y el toro que en la tarde avanza hacia la muerte,
atado a dos caballos,
Y viste la serpiente de agua retorcida,
que en la penumbra ahoga a la vaca sedienta.
Y anduviste de noche entre las mariposas
de luto, que visitan los ranchos tenebrosos,
donde habita la fiebre de labios amarillos.
Y viste danzar llamas, las llamas del Tirano,
seguido por el canto del aguaitacamino,
que avanza, misterioso, junto al paso del hombre.
Y dormiste entre hormigas, arañas y escorpiones.
Y grandes flores lilas, con brillos siderales,
se abrieron en tu sueño de encendidos diamantes.
